ENVEJECIMIENTO URBANO
- Consejo Editor AVECI
- 16 feb 2023
- 8 Min. de lectura
La sociedad española ha conseguido un logro mucho mayor del que podía esperar: nuestra esperanza de vida ha aumentado de forma paulatina, sin pausa, hasta posicionarnos como el séptimo país más longevo del mundo. Este logro es el resultado del descenso de la mortalidad a edades tempranas (tenemos una de las tasas más bajas de mortalidad infantil del mundo) de una mayor tasa de supervivencia en todos los rangos de edad y de un alargamiento de la vida a edades avanzadas. La longevidad es el nuevo maná, el nuevo petróleo de nuestras sociedades.
Estas vidas más largas se han acompañado de otros cambios demográficos de importancia, como la disminución de la fecundidad: España es, por detrás de Malta, el país con la tasa de natalidad más baja de la Unión Europea. La acelerada reducción de hijos por mujer (de los 2,8 hijos en 1975 hasta el 1,19 en 2020) no se ve compensada por la inmigración, lo que ha dado lugar a una pirámide de población envejecida. Esta realidad suele recibir numerosas miradas y ser planteada en clave de desafío (si no de problema), dejando en segundo lugar el gran logro en la que se basa y el análisis de novedosos aspectos de la realidad a la que ha dado lugar: la redefinición de la vejez.
No solo más personas viven más años, sino que además lo hacen en mejores condiciones de salud y en mejor situación económica que vejeces anteriores. Para quienes han cumplido ya los 65 años en España se calcula que aún tienen por delante 21,4 años en media (19,1 los varones y 23,5 las mujeres). La democratización de la vejez es el gran logro de las sociedades modernas: que más personas vivan más años y en mejores condiciones.
La transición de la longevidad (el paso hacia vidas más longevas) se acompaña de otra tendencia también mundial: la urbanización. A pesar de que las ciudades son a menudo descritas en términos negativos, como fuentes de segregación, desigualdad y fragmentación, además de causantes de problemas relacionados con el medio ambiente y el cambio climático y plantean numerosos riesgos sobre la salud urbana en clave de emisiones (, presentan suficientes atractivos como para concentrar grandes grupos de población. Así, a lo largo del último siglo, la población que vive en ciudades ha aumentado más del doble, de modo que, si en 1950 el 52% vivía en ciudades, hoy lo hace el 81% de la población. Esta es una tendencia en aumento (se espera que en 2050 el 88% de la población española viva en ciudades) que no se ha revertido a pesar de las expectativas de vuelta a lo rural concebidas durante la pandemia de la covid-19.
Por lógica, el futuro de la vejez será urbano y, sin embargo, el proceso de envejecer en la ciudad ha recibido escasa atención. Parece estarse olvidando que este es uno de los numerosos cambios que experimenta la vejez y el envejecimiento: un mayor porcentaje de personas mayores son urbanitas desde su nacimiento o desde edades muy tempranas, de modo que han pasado la mayor parte de su vida adulta en una ciudad y es allí donde envejecerán. Este “olvido” niega en cierto modo la importancia del espacio urbano en la calidad de la vejez y provoca que las formas de envejecer en la ciudad no hayan recibido la atención suficiente. Sabemos muy poco sobre el papel de la ciudad en el final de la vida.
La realidad de una vejez urbanita contradice creencias generalizadas, como la de que las personas mayores desean volver al pueblo debido a que, entre otros motivos, las ciudades presentan enormes desafíos para un envejecimiento de calidad. Respecto a la primera parte de este argumento, el error parte de una certeza: las zonas rurales están más envejecidas. Este es el resultado de una historia previa de abandono (un éxodo rural que ya terminó hace tiempo y que especialmente protagonizada por mujeres) y de una menor natalidad (resultado de lo anterior), pero no de que, al contrario de lo que en ocasiones parece entenderse, las personas mayores decidan “volver al pueblo”. Gran parte de las personas mayores ya no tienen un pueblo al que volver, bien porque nacieron en entornos urbanos (nunca tuvieron ese pueblo) o bien porque rompieron los lazos emocionales y simbólicos con ellos. La segunda parte de la afirmación, no obstante, señala algo cierto: las ciudades presentan desafíos para un envejecimiento de calidad.
La edad media del conjunto de la sociedad española es de 43,6 años, pero en los municipios de menos de 5.000 habitantes se acerca a los 50.
Los desafios de envejecer en la ciudad
El contexto físico y espacial influye en las personas a lo largo de toda su vida llegando a determinar cómo envejecemos y cómo respondemos a la enfermedad, a la pérdida de funciones y a otras formas de adversidad que podemos experimentar en esta etapa final de la vida. Las personas mayores, además, son más vulnerables que otros grupos de edad a la exposición a contaminantes atmosféricos o a la contaminación acústica debido a la lentitud del procesamiento mental y a los cambios sensoriales que se producen en el proceso de envejecimiento. También se ven más afectadas por la falta de espacio público y por las olas de calor, incluso cuando presentan buenas condiciones de salud. Las áreas urbanas son particularmente susceptibles a sufrir el efecto “isla de calor” debido a la alta densidad de población, a la escasa vegetación, al resultado de sustituir la cobertura natural del suelo por pavimentos (aceras, asfaltos) y a la concentración de infraestructuras que absorben más calor y lo liberan más lentamente de lo que lo haría, por ejemplo, un bosque.
La propia concepción de la ciudad supone un riesgo para la salud y el bienestar de las personas mayores y, si somos realistas, también para personas de otras edades. Además, los diferentes análisis sobre la experiencia de la vejez en grandes ciudades como Madrid (España) señalan múltiples desafíos relacionados con el diseño del espacio público, la conservación de los entornos o el mobiliario urbano y el transporte, lo que estaría dificultando mucho más un envejecimiento saludable y que las personas mayores estén adecuadamente integradas en su entorno.
Existen además grandes diferencias entre unos barrios y otros en la disponibilidad de espacios verdes, la existencia de mobiliario urbano dirigido a la práctica de ejercicio moderado en la vejez e, incluso, en la calidad del aire y la contaminación acústica , pero también de la cantidad de bancos y espacios destinados al descanso e incluso en el acceso y calidad del transporte público .Estas desigualdades darían lugar a envejecimientos con distintos grados de “calidad” en la misma ciudad , funcionando como expulsores potenciales de las personas mayores (hacia otros barrios, áreas o, incluso, municipios) y de una grave segregación etaria: determinados espacios parecen diseñados para no ser compartidos por personas de diferentes edades.
Entonces… ¿por qué las personas desean envejecer en las ciudades?
Recordemos que partimos de una realidad contrastada: las personas eligen, por motivos distintos, las ciudades. Es allí donde más del 80% de la población pasa la mayor parte de su vida, incluso si no son autóctonos. Puesto que los adultos mayores, tanto en España como en otros países prefieren experimentar la vejez de forma independiente, en sus propios hogares y en el entorno que conocen (y que les “conoce”), es esperable que permanezcan en la ciudad que les vio envejecer. Estarían dando forma a lo que se ha denominado ageing in place y que traduciremos aquí por “envejecimiento en el lugar” o “envejecer en casa”. Este sería el proceso de envejecer en su propio entorno, con el objetivo de mantener la continuidad en el curso vital en una situación de independencia. Este es un proceso electivo que vincula la residencia con el ciclo vital y con la experiencia subjetiva de la vejez. Depende de muchos factores, como las características de la vivienda, la economía doméstica o el apoyo social y familiar, entre otros, pero se basa en el place attachment (apego al lugar, apego al espacio) como aspecto clave.
Por apego al lugar entendemos el que se construye sobre la vivienda y el barrio, que son considerados por las personas mayores “su lugar”, “su entorno”, y que serían espacios construidos subjetivamente a partir de los usos y de la experiencia, no necesariamente coincidente con las delimitaciones administrativas. El apego espacial sería resultado de procesos dinámicos influidos por diferentes dimensiones interconectadas entre sí (en grado variable y según experiencias particulares) y que tiene a su vez una profunda conexión con la “identidad de lugar”. Esta identidad forma parte de nosotros a lo largo de nuestra vida y es clave para nuestra autodefinición.
Diferentes análisis cualitativos han permitido comprender que la permanencia en entornos familiares y conocidos en la vejez, proporciona seguridad, comprendida esta como la ausencia de peligro percibido. Mitiga, además, el efecto de los procesos de ruptura respecto a la experiencia vital (lo que somos y lo que nos define) que pueden (suelen) producirse en la vejez con el cambio de roles (como los que podría implicar la jubilación) y de manera más notable entre los hombres . También se ha comprobado que, a pesar de que las ciudades son a menudo descritas en términos de desarraigo y liquidez, centrándose en la impersonalidad, transitoriedad y segmentación de los vínculos entre los habitantes urbanos, existen, incluso en las zonas más gentrificadas, lazos sociales (social ties) que propician la generación de cierto clima de confort entre las personas que viven en los barrios. Esto es así incluso si no existen lazos fuertes; serían lazos conformados por “desconocidos íntimos” (ese vecino cuyo nombre desconoces, pero al que reconoces) que posibilitan que el entorno esté libre de espacios ignotos y de estrés ambiental, y que refuerzan la sensación de seguridad y bienestar. En este sentido, más que de envejecer en el lugar estaríamos hablando de Envejecer En Sociedad. La permanencia en el entorno conocido donde uno es reconocido hace posible que la dimensión del envejecimiento transmute de ser un identificador del individuo (porque fuera del entorno donde no te conocen, te ven como «un viejo más» y la edad se convierte en el identificador preponderante) a convertirse en una característica añadida de la identidad, pero que no es necesariamente la más importante. De este modo, cumple una función fundamental, que es dar continuidad al ciclo vital a través del reconocimiento externo. El refuerzo de la identidad que supone no estar desconectado del ciclo vital y la idea de continuidad emergen como auténticos pilares del apego al lugar.
También resultan de importancia los lazos familiares y la tendencia a la neolocalización en la configuración del apego al lugar, aspecto especialmente relevante en España, en la medida en que proporcionan recursos de apoyo diferentes -y a menudo esenciales-. En un sentido más inmaterial, la permanencia en el espacio en el que se ha vivido durante la mayor parte de la vida adulta o al menos los últimos años, permiten revivir y proyectar los momentos vividos en el pasado sobre las experiencias del momento presente.
Por último, es un espacio controlable, conocido, en el que la adaptación requiere menos esfuerzo.
Así, de forma sintética y aunque con diferente orden e importancia variable según la persona mayor, los estudios referidos recogen una serie de dimensiones que explican que las personas deseen permanecer en sus ciudades, incluso si esta ciudad les presenta constantes desafíos urbanísticos: (i) la dimensión simbólica adquirida por las experiencias en el hogar, generalmente vinculadas a la familia que hemos creado o en la que hemos crecido; (ii) la percepción subjetiva de seguridad que se tiene sobre el hogar y el barrio (también entendida y construida subjetivamente); (iii) la solidaridad y el apoyo social que puede ofrecer el tejido social del barrio (manifestado de muy diversas formas y con diferentes grados de intensidad y profundidad); (iv) la dimensión de identidad social, entendida como la continuidad del rol de vecino en el contexto de una etapa vital caracterizada por la potencial pérdida de otros roles, y el reconocimiento social (por parte de los iguales, en este caso los vecinos) de esta identidad social; (v) la propia historia vivida en el entorno, que es una construcción psicosocial basada en la experiencia personal en el barrio a lo largo de la vida o, al menos, en los años previos a la vejez
En definitiva, esta permanencia en el entorno conocido sería un mecanismo que permite a los mayores «apropiarse» del entorno en el que envejecen, de modo que se proyecta una fuerte inversión emocional, estrechamente ligada al sentimiento de familiaridad y de pertenencia al lugar (o barrio) en el que se vive.
Fuente: Mutualidad de la Abogacía
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