Cuando llegué a El Corte Inglés, yo venia de una empresa industrial textil proveedora de ECI. El dueño de mi empresa conocía a D. Ramón Areces porque, en los años cincuenta, los escasos empresarios que existían en Madrid se conocían todos. Aunque eran conocidos y de similar edad, ambos personajes se movían en ambientes muy diferentes.
Mi jefe anterior, ingeniero, había heredado el negocio de sus padres e hizo una gran fortuna trasladando la fábrica a las afueras de Madrid y vendiendo el terreno de la anterior situada en el barrio de Argüelles. Con ese capital, contrató a un economista para que le llevara el negocio y él se dedicó a la buena vida: Fue de los primeros en construirse el chalet en Puerta Hierrro, se compró un yate, en Chicote un agasajo postinero…etc. Imagino que, por entonces, la idea que él tendría de D. Ramón sería la de un iletrado tendero de éxito.
A finales de los años sesenta, aquel jefe mío fue a visitar a D. Ramón para solicitarle ayuda porque no disponía de liquidez para abonar la paga extra de sus trabajadores. La entrevista estuvo llena de anécdotas y frases que podrían dar lugar a otro comentario; pero ahora basta decir que D. Ramón le ayudó con su famoso principio de que El Corte Inglés cuidaba de sus proveedores.
Después de aquello, cada uno continuó a lo suyo y, finalmente, murieron con poca distancia de tiempo. El que había sido mi jefe, murió rico, aunque su negocio estaba en declive; terminó cerrando la fábrica y los obreros en la calle. Mientras D. Ramón dejaba un negocio que iba como un cohete para llegar a ser la primera empresa del país.
Periódicamente me vienen a la memoria estas dos trayectorias y me entretengo preguntándome cuál de ellas me hubiese gustado vivir si hubiese podido elegir. Está claro que mi antiguo jefe llevó a la práctica el lema de que se debe trabajar para vivir; que esto último es lo importante y que el trabajo solo tiene como finalidad obtener los recursos económicos para mantener el mejor nivel de vida posible. Por el contrario, D. Ramón hizo del trabajo su objetivo de vida y renunció a otros disfrutes de la vida; salvo alguna esporádica cacería -y eso porque no se abría los domingos- no se le conocen otras aficiones que no fuese el vivir el negocio las veinticuatro horas del día y siete días a la semana.
Pero, con independencia de lo que se prefiera, siempre llego a la conclusión de que ambas personas alcanzaron sus metas y que los dos quedaron satisfechos de sus respectivas trayectorias. Mi antiguo jefe disfrutó a tope de la vida y, gastando en lujos, también benefició a los trabajadores que fabrican yates, a los que los mantienen, y a todos los servidores del ocio. D. Ramón, por su parte, disfrutó de escaso ocio y gastó muy poco en él; dedicó sus ganancias a reinvertir en su negocio, ampliarlo y crear más y más puestos de trabajo. Al final, en cada inauguración, con la creación de miles de puestos de trabajo, su satisfacción debió ser inmensa. ¿superaba a las que disfrutó su coetáneo?.
A nivel individual es posible mantener la duda. Pero, a nivel social, es indiscutible que la trayectoria de D. Ramón es mucho más encomiable. Siempre dijo que la mayor obligación de un empresario era la de crear puestos de trabajo y superar los cien mil, además de un hito mundial, merece el respeto, agradecimiento y admiración de toda la sociedad.
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