Cuando comencé a trabajar -allá a principios de los sesenta- aprendí que la actividad comercial era primordial para las empresas, sean del sector que sean. Ya puedes crear y diseñar un producto magnífico, emplear los materiales de mayor calidad y fabricarlo con la mejor técnica posible que, si no eres capaz de venderlo, no habrán servido para nada tu creación y tu esfuerzo. Un profesor de economía, en defensa de esa actividad comercial, utilizaba este argumento: ¨Lo más difícil para las empresas es vender. Sean Vds. capaces de vender la luna que, si lo consiguen, yo no tendré dificultad alguna para fabricarla”. A continuación, a los asombrados alumnos nos aclaraba que vender es ponerse de acuerdo en la cosa y en el precio y que, en el ejemplo de la luna, el precio debería ser suficiente para cubrir los costes de investigación, cohetes, etc. y que el plazo de entrega, por aquel entonces, se debería establecer en décadas. Y es cierto que, con el precio adecuado, él habría conseguido “fabricar” la luna en los años ochenta.
Con esta fascinación por la actividad comercial, llegué a El Corte Inglés y allí -pensaba yo- conocería de cerca todo el proceso de una operación de venta y cómo la ejecutaban los miles de profesionales que serían mis compañeros. Pero, enseguida, aprendí que los vendedores, además de dedicarse a esa importante tarea, eran , junto con las cajeras, las únicas “caras” que el cliente veía de ECI. Los demás, financieros, compradores, informáticos, etc. no existíamos. Vendedores y cajeras eran la única imagen humana de la empresa y, de ahí, la exigencia de buena presencia y la uniformidad como eficaz herramienta para lograrla.
Hoy, después de tantos años, parece obvio decir que la inmensa mayoría de aquellos profesionales cumplieron la doble actividad, de vender y representar, con una eficacia ejemplar. Desde la trastienda, siempre admiré su bien hacer y agradecía la buena imagen de empresa que daban. Recuerdo que, en la inauguración del centro de Vigo, me encontré apoyando a un departamento de venta y el “terror” que pasé porque me sentía incapaz de dar la imagen de seriedad y confianza que aquella tarea requería y que mis compañeros vendedores practicaban con soltura.
Con el tiempo, también descubrí que los vendedores, a través del trato con el público, desarrollaban aptitudes sociales que les facilitaban la tarea. Así, eran capaces de interpretar gestos, palabras y silencios de los clientes que les permitían pronosticar reacciones posteriores y prever argumentos favorables para conseguir la venta. Supongo que ese conocimiento de las personas, además de ayudarles a vender, les ha sido muy útil en otras facetas de su vida y siento curiosidad por confirmarlo.
Por eso, me gustaría que algunos de los compañeros que han sido vendedores nos contara si el continuo trato con personas les ha hecho modificar su opinión sobre la gente, si la modificación ha sido positiva o negativa y, sobre todo, suponiendo que pudieran optar, ¿volverían a ser vendedores?.