Hace unas semanas, un compañero publicó la foto de una “bacaladera” y preguntaba si alguien se acordaba de aquel utensilio. Yo sí me acuerdo. Era una estampadora de tarjetas -creo que la marca era Farrington- y todos sabíamos que se utilizaban para imprimir en los talones de venta los datos en relieve de la tarjeta de compra.
Este recuerdo me ha llevado a otros muchos y constato - otra vez- la enorme tarea innovadora llevada a cabo por ECI durante los últimos cincuenta años. Cuando tanto se habla de invertir en I+D, ECI puede presumir de haber apostado siempre por las soluciones más eficientes que, por caras que pareciesen, eran las mejores y más rentables. Y la tecnología de las comunicaciones, entonces en embrión, era un claro ejemplo de las herramientas que serían imprescindibles en el futuro (hoy, el presente).
El ordenador de ECI fue uno de los primeros que se instalaron -y se utilizaron- en España. Y, ni siquiera en plan de laboratorio, seriamos capaces de encontrar una sola área de la empresa que, utilizando aquella herramienta, no haya aportado soluciones eficientes y absolutamente novedosas para la época. Claro que algunas de ellas, por su visibilidad, tuvieron un impacto mayor en la sociedad. A modo de ejemplo, la gestión de mercancías y la enorme espectacularidad de Valdemoro eran un símbolo claro de la potente innovación, pero no trascendían tanto al público como la evolución de los medios de pago que la famosa bacaladera nos sugiere.
Porque, detrás de la bacaladera, había dos tareas muy importantes: Gestionar el cobro y evitar el fraude.
Para la primera, gestión del cobro, había que trasladar, contabilizar y custodiar una enorme cantidad de papel. Y eso exigía la creación de muchos puestos de trabajo cuyo costo debía ser compensado por un aumento en el volumen de ventas. Vistos los resultados que se publicaban, parece que las expectativas se cumplieron.
Para evitar el fraude, además de seleccionar rigurosamente a los clientes merecedores de la tarjeta, había que controlar la posible sustracción y/o pérdida de los plásticos. Para el cliente normal, la solución era rápida y eficaz; cuando denunciaba la desaparición de la tarjeta, inmediatamente se le entregaba otro plástico y a seguir comprando que era lo que nos interesaba. Pero, ¿Cómo defendernos de la posible utilización de las tarjetas sustraídas?
Las cajeras de entonces se acordarán de que, para esa función, se editaban unos libros donde aparecían todas las tarjetas que no debían admitirse -¿libro de intervenidos?-. Y estos libros se supone que debían ser consultados antes de tramitar cualquier operación con tarjeta. Me imagino toda esta operativa en época de rebajas y me veo incapaz de soportarla.
Pero, además de la incomodidad, el sistema de los libros no era suficientemente eficaz porque su edición y distribución requería un tiempo que no se compadecía con la urgencia que el posible fraude requería. No recuerdo con que periodicidad se editaban los libros; aunque fuese diaria, el riesgo durante veinticuatro horas era muy grande.
Y, en esta situación, apareció lo que, para mí, ha sido la primera aplicación de las tecnologías de las telecomunicaciones al mundo de los negocios. Nosotros le llamábamos Crédit Check -ignoro si era marca o designación de sistema- que, utilizando la línea telefónica, enviaba los números de tarjeta intervenidos a un servidor ubicado en los servicios centrales y, por las mismas líneas telefónicas, las cajeras lo consultaban en tiempo real. Fuera el dichoso libro de intervenidos.
En este momento no me resisto a mencionar a un compañero ejemplar, Marino Blázquez, q.e.p.d.. Este compañero era el que, entre otras cosas, mantenía y reparaba las “bacaladeras”. Cuando llegó el Crédit Check, él, con soluciones imaginativas de tipo práctico, fue resolviendo con eficacia los diferentes problemas que planteaba la instalación de aquel sistema tan novedoso. Y me interesa hablar de Marino porque él, sin alharacas, fue abandonando de forma paulatina el destornillador para, con la mayor naturalidad, utilizar cada vez más los conectores. Me parecía que, con su actitud, personificaba a todos los empleados de ECI -y a la sociedad española en general- demostrándonos, de forma práctica, cómo era posible abandonar la boina y adaptarnos a los nuevos tiempos.
El sistema Crédit Check suponía un tratamiento de datos utilizando la línea telefónica y, además de sustituir con ventaja al libro de intervenidos, aportaba una mejora adicional. Sabedores de que los que sustraían tarjetas las utilizaban rápidamente antes de que se denunciara la desaparición, el sistema, en cada operación normal, además de autorizarla, apuntaba el número de la tarjeta en un contador y cuando ésta alcanzaba un determinado número de operaciones lo advertía para hacer comprobaciones adicionales.
Y en esta función, recuerdo una anécdota que presencié en el centro de Plaza del Duque en Sevilla. Allí, en el dpto. de Atención al Cliente -no recuerdo cómo se llamaba entonces, ¿Cuentas?- un cliente se presentó extrañado porque una cajera le había invitado a subir al dpto. para aclarar alguna cuestión de su tarjeta de compra. Allí le explicaron que el sistema había detectado que esa era la compra número once que pretendía realizar ese día y deseaban comprobar, como así hicieron, que la tarjeta no le había sido sustraída.
Cuando preguntó que cómo sabíamos que él había hecho diez compras con anterioridad y se le explicó el funcionamiento, el cliente dijo: Vamos, ¿me van Vds. a decir que, cada vez que yo he comprado, el aparato ha enviado ese dato a Madrid y que desde allí les han avisado a Vds.?. No me lo creo. Y no tengo ninguna duda de que, por las razones que sean, Vds. han estado vigilando todos mis pasos desde que entré en la tienda.
Y para mí, la reacción del cliente -un hombre culto, profesor de instituto- resultaba comprensible porque en aquella época -principio de los setenta- El Corte Inglés ya utilizaba herramientas que parecían de ciencia ficción.
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